miércoles, 28 de diciembre de 2016

Informar de un problema

He escrito muchas estupideces. Tantas sandeces.

Qué ha valido la pena que me robaran, con maleta y todo,
con tableta, con cámara, con apuntes, con fotocopias, carboncillos, lápices...
y, porque sobretodo me ofuscó la pérdida de los dos últimos,
fue una libreta de poemas. Poemas de bolsillo. Poemas de ido.
Fue lo menos esperado para mi memoria, en primer lugar...

Al perder la maleta no grité,
ni sabía que esos poemas tenían un lugar en la existencia,
así que los olvidé.

Lo peor: lo peor de escribir mal, es recordar lo que se ha escrito.
Esos poemas eran la genialidad que siempre fingí y nunca poseí, u,
honestamente, eran los sentimientos más fonéticos que hasta entonces había dado...

A saber de las capacidades de la tinta entre mis dedos...

Pero lo más triste fue el momento en que los recordé...
No hay peor cosa que recordar lo olvidado,
lo que se ha restringido.

Que mi memoria sea capaz de lo imposible, porque es esto lo imposible y no lo otro:
recordar lo que en la memoria vive y se entregó:
esa es la única tarea que no tiene algoritmo alguno la mente para trabajar.
Allí es donde quedan las cosas,
allí es donde habita el amarguísimo sabor a vinagre para saciar una boca que musita sed.
Por eso la tristeza del Rey Salomón, o del Rey David, o del Rey de los Judíos.
Por eso la lágrima, se tiende con la paciencia,
para llorarla
hasta que ahogue los centavos de la esperanza;
para que la esperanza sea la misteriosa cosa que requiere las fuerzas que no se tienen
para tenerle.

Por eso hay que caer en la ternura de unas manos que reciben la vida
y no solamente sobre el suelo, quizá de rodillas, ojos al cielo, y tal vez no clamando al cielo como el que ha visto y cree conocer la verdad entera.
 
Nunca quedo exento de escribir estupideces.
Escribo muchas, horribles, inútiles, de mucha y mucha revisión.
Pero perder lo más perlado de mi escritura es lo más sabio:
perderlos llama mi atención a conocer
que no hay un sólo espacio verdadero ya determinado a saber,
por cumplida que esté una tarea.
 

Escribir lo que ya escribí, pero de otra forma:
de forma más dedicada, con más pausas, con más prisas,
con toda la coherencia que requiere hacerlo... Eso sí es para lo que tengo que asentarme
cada momento, como hecho para hacerlo.

Desconocerme cuando alzo la vista hacia la carretera
y me encuentro mi imagen vítrea
en el cristal por el que puedo ver a través; entre mucho... eso es lo que requiere mucho.

Encontrar algo y al primer arranque dejarlo por sabido, dejarlo por escrito,
cosa que es peor que no encontrar algo
sino hasta que alguien lo encuentra por mí -tiempo después-.

Al leer algunas cavilaciones
sobre lo que yo habré dejado por hecho, ese es el momento verdadero de la escritura
por verdad: cuando son los otros los que recobran lo que yo hago.
Los momentos se cuentan, y por eso están contados. Si es suficiente con esto, dejo allí por ahora.

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